Presento a continuación un cuento perteneciente al destacado escritor chileno Jorge Calvo:
La Celada Decisiva
“Capablanca podía descansar en un récord
que nadie había conseguido nunca
ni nadie igualará después. En diez años
había jugado noventa y nueve torneos y
¡perdido sólo un juego!”
Emanuel Lasker
Igel Niedford conquistó una inesperada y fugaz celebridad pública hacia fines de la década del veinte, por eso no debe extrañar que su nombre aparezca siempre ligado a aquella desprejuiciada y ambiciosa época, bautizada por la prensa como Años Locos. Corrían tiempos de jubilosa bonanza, el Financial Times aumentaba de edición cada semana trayendo en portada imágenes de la última novedad tecnológica, el primer vehículo que se movía solo: el automóvil. Y titulaba: 100 caballos tiran de un Ford. Las radioemisoras proclamaban -al ritmo del jazz- el fin de la oscuridad. Y mucha gente vivía convencida que la riqueza aguardaba a la vuelta de la esquina, era como el maná, un polvo mágico que caía de las estrellas. Hasta que llegó aquel fatídico viernes y el carnaval terminó abruptamente a los compases acongojados del charleston de la quiebra. Y todos vieron al fantasma de la incertidumbre alzarce en el horizonte. Poco después, el automóvil perdió su cacareada condición de joya exclusiva, cuando las fábricas de Detroit echaron a funcionar las cadenas de montaje y los pusieron en la calle como simples artefactos de uso cotidiano. El sueño de hacer fortuna fácil había concluído, y en diversos lugares las personas se despertaban con un nudo en las tripas, preguntándose cómo harían para sobrellevar la crisis que asolaba los más apartados rincones.
Millonarios arruinados tiñen de sangre el sucio pavimento de Wall street, informaban los noticiarios. Era la ocasión que esperaba Jack Fishman, un mediocre y ambicioso reportero gráfico al servicio de una prestigiosa cadena periodística, para poner en marcha un plan simple que, de un día a otro, consiguió ánimar y distraer al gran conglomerado cabizbajo. Investido de cierta audacia y de mucha impertinencia, sigilosamente, se infiltró, a la habitación del hotel donde se hospedaba el tímido y hasta entonces ignorado Igel Niedford, y sin pedir permiso capturó -a mansalva- su esquéletica imagen de lince en ayuno en una fotografía memorable que al domingo siguiente, fue servida en portada -a todos los hogares a la hora del desayuno- bajo un ambicioso titular: Nuevo portento surge en los remotos dominios del Juego-Ciencia. No cabe duda que esta maniobra artificial y artera de la prensa posibilitó que el nombre del genio penetrara con la fuerza de un ciclón en el tablero del interés ciudadano. Hoy debemos reconocer que fue desmedida. Jack Fishman postulaba la teoría de la aspirina; en tiempos hostiles los lectores agradecen aquellos temas insólitos que alivian aunque sea un instante el dolor y además evitan que se propage el descontento y la temida anarquía.
Contribuye a la fama de Niedford -no tanto la crisis- como su pasmoso récord:
No había perdido jamás una partida en toda su miserable existencia. Y había jugado muchas, acaso demasiadas. Con temible facilidad conseguía reducir a un estado calamitoso a grandes figuras del tablero, así como también a diversas personalidades destacadas en otras áreas de la actividad social: luminarias de la farándula, representantes de la nobleza y hasta eficientes y encumbrados burócratas que si bien poseían conocimientos rudimentarios sobre el desplazamiento de los alfiles, disponían en cambio de un poder inaúdito en otros ámbitos, puesto que cualquier decisión que adoptaran, por mínima que fuera, bastaba para dejar boquiabiertos por lo menos a la mitad de los habitantes del planeta.
Aquel domingo los diarios traían en primera plana una noticia difícil de aceptar: “Encerrado en una cabina de acero, atado de pies y manos, y haciendo salir su voz de pájaro peregrino por una diminuta ranura, Niedford derrota, frente a la corte en pleno, al Monarca del Imperio Británico, en partida jugada a beneficio de los niños huérfanos de Walles”.
Cautivados por las implicancias de este novedoso y original acontecimiento las personas olvidaban los duros reveses de la existencia. Esto sucedía en una época en que no existía televisión -aunque paresca inadmisible- Y los espacios de esparcimiento eran dominados por la radiotelefonía y las columnas especializadas de diarios y revistas que, rápidamente, cegadas por el súbito resplandor, no trepidaron en declarar que se estaba en presencia de un genio. No tan importante como un genio del fútbol, el box o el tenis. Pero un genio. Pronto lo comparaban con el sabio alemán que por aquella época, valiéndose de los eclipses solares, convulsionaba al mundo con la primicia de que la luz viaja en línea curva y se compone de partículas invisibles al ojo humano. Incluso hubo ciertos comentaristas que llegaron al extremo de aseverar que la inteligencia del ajedrecista, no sólo se equiparaba a la del astrofísico, sino que la superaba.
Niedford, de complexión exigua y algo disparatada, de golpe se vio asediado por una marea de creciente curiosidad. Un deseo -casi morboso- por conocer aspectos de su vida se había desatado. La espectación se convirtió en ansiedad la tarde en que una radioemisora interrumpió un programa de acertijos para entregar un comunicado de último minuto: Atención, Igel Niedford acaba de aceptar la invitación para disputar el Título Máximo, su talento es tan superior -agregó eufórico el locutor- que jugando con la vista vendada y una sola mano, puede vencer sin apuro al actual campeón mundial del movimiento de los trebejos.
Niedford no ha participado jamás en un torneo profesional, informaron los titulares. Era una especie de autodidacta, una suerte atrasada de alquimista medieval que se ganaba la vida enfrentando, en plazas y mercados, a oponentes entusiastas que gustosamente pagaban unas monedas a cambio de verlo efectuar sus provocativas exibiciones. Quedó claro que las derrotas que había propinado a grandes maestros internacionales correspondían más bien a desafíos fortuitos, en partidas jugadas por simple albur.
Pero la muchedumbre, sedienta de sabiduría, exigía más y mostraban una especial predilección por conocer detalles relacionados con aspectos cotidianos de tan estrambótico especimen: ¿Era como las personas normales? ¿Buscaba la felicidad? ¿Soñaba? ¿Le gustaba el yoghourt?. Lo solicitaban para consultarlo sobre diversos temas; ¿Qué opinaba de la crisis?, ¿Seríamos invadidos por la peste amarilla como afirmaban las Sagradas Escrituras? ¿Estaba la humanidad al borde del Juicio Final?. Muchos sentían la imperiosa necesidad de conocer su opinión: los individuos hacinados en las inmensas urbes disponen de un nutrido repertorio de inquietudes para plantear a un ser que -por destacar en una disciplina enigmática, basada en el análisis de lo invisible- de la noche a la mañana es reverenciado como gurú, gran padre, y hasta profeta de lo desconocido y porvenir.
Los periodistas que salieron en su búsqueda no lo pudieron encontrar.
La cacería acababa diluyéndose en un pantano de impedimentos absurdos. Por primera vez los encargados de archivos no sabían donde escarbar. Por un lado se desconocía su paradero y por otro, casi no existía ni una sola fotografía que permitiera conocer su aspecto físico y las descripciones conseguidas resultaban vagas e inverosímiles. En los centros de prensa los teléfonos no paraban de sonar, llovían referencias ambiguas y contradictorios y cada nuevo esfuerzo por dar con su esmirriada persona terminaba peor que los anteriores.
“Se fue a pescar tiburones blancos a las costas de Madagascar” declaró el administrador de un hotel en Marsella. Un médium -en estado de trance- lo vislumbró rumbo a Shangrila por la antigua Ruta de la seda. Corrió el rumor de que se había encerrado a comer ostras de vivero en los aposentos de una actriz australiana destinada a cubrirse de fama por su rol protagónico en Lo que el viento se llevó. Pero quienes mejor lo conocían afirmaron que se le podría encontrar vagando junto a una tribu de clochards bajo los puentes del Sena o comiendo aceitunas y paladeando coñac en los boliches árabes de la Rive Gauche. Y, como es de suponer, no faltaron los envidiosos y deslenguados que en los bares, con voz pastosa, comentaban que Niedford era un gitano infame, una criatura habitada por dudosas utopías, un monje demente y, para peor, fugado de las frías tierras del norte. “Es el último descendiente de una modesta y respetable familia de brujos y por sus venas en lugar de sangre normal corre licor de jenjibre” sentenció sin arrugarse un prestigioso vagabundo de la Rue Sebastopol.
Ahora se sabe que un reportero del Times lo sorprendió por azar una tarde en que acompañado de una célebre bailarina de tangos se embarcaba de incógnito al África para dedicarse unos meses a la cacería de felinos salvajes. A regañadientes Niedford aceptó responder las preguntas que le formularon y las respuestas que dio son tan descaradamente insulsas que, a partir de ese momento, se impuso la idea de que el genio del tablero era en esencia un cretino y no se diferenciaba para nada de un ganso envejecido.
Consultado sobre sus pasatiempos favoritos, el Maestro respondió: “Comer caramelos, jugar a la achita y cuarta con los chicos del barrio y treparme a la sucia azotea del destartalado edificio donde vivo para tenderme, de ombligo al sol, a contemplar el desfile de nubes en el cielo..” Era un extenso reportaje a tres columnas, que se iniciaba en portada y continuaba en páginas centrales y que el voraz público leyó incrédulo, terminando de defraudarse y el amargo aroma de la desilusión flotó en el ambiente.
Notable, recuerdo que pense. ¿Era pérfido o solamente necio? Y no pude evitar preguntarme si una mente tan brillante se ocuparía de minucias en apariencia baladíes o simplemente estaba mofándose del respetable público. Dispuesto a resolver el enigma decidí conocer un poco más sobre las circunstancias que rodeaban al único candidato a coronarse campeón indiscutido del juego-ciencia.
Probablemente en la infancia de este diestro jugador existía algo que explicaría su conducta incongruente. El gran público exige respuestas claras y precisas, sobretodo necesita entender, ya que en caso contrario el sistema pierde credibilidad, y se corre el riesgo de que, el orden dentro del cual creemos existir ceda terreno, y la casualidad o el azar tomen el control, y ahí te quiero ver. Recuas de periodistas, picaneados por jefes de redacción, se lanzaron como hienas hambrientas a escudriñar el pasado de la Bestia Fría, como dieron en llamarlo las revistas de aquel tiempo. Pero luego de hurgar minuciosamente, y de una serie de pesquizas que rayaban en la indecencia, apenas consiguieron sacar
en limpio una nueva y aún más descorazonadora interrogante: ¿Cómo era posible que no existiera ni un solo antecedente que se pudiera considerar genuino, en el pasado del hombre que heredaría un trono mundial?
Se divulgaron un puñado de fotografías insulsas donde se le podía ver comiendo una naranja, pedaleando en triciclo y escrutando con un telescopio el horizonte infinito. Durante varias semanas fue motivo de risa, de comentarios sarcásticos y por último, esa horda amorfa que constituye la opinión pública no tuvo alternativa y debió someterse refunfuñando al crudo veredicto y aceptar que los genios también pueden ser idiotas, lo que no tiene nada grave, porque a la hora de la verdad, si es que tal hora existe, carece de toda importancia.
No había ningún punto de contacto entre las motivaciones de Niedford y los asuntos que preocupaban a las grandes multitudes. La conclusión era inapelable. La cordura terminó por imponerse y los periódicos volvieron a ocuparse de los conflictos reales que padecían infinidad de personas corrientes; primero de las consecuencias de la crisis, luego de unas niñitas que habían conversado con la Virgen y finalmente de un señor que milagrosamente había logrado sobrevivir un mes en el vientre de un ballena. Al poco tiempo la imagen impresa de Niedford se usaba para envolver pescado fresco.
En aquellos días me desempeñaba como corresponsal de Chess Review y me encontraba en La Ciudad Luz estudiando las partidas del enigmático Morphy, bebiendo copas de whisky y contemplando las esbeltas piernas de las parisinas. Al enterarme del revuelo que había causado y ya estaba dejando de causar la Bestia Fría me apresuré a iniciar averiguaciones por mi propia cuenta.
Empecé por visitar, en su retiro, a un antiguo y desprestigiado Maestro Internacional que me aconsejó trasladarme a un pequeño pueblito del noreste alemán, donde a cambio de unos billetes averigué que Niedford, el hombre destinado a jugar la partida más breve de la historia del ajedrez, había sido conce-
bido a mansalva, una noche de luna menguante, en un pantanoso potrero de la región del Danzing, que entonces se encontraba en litigio con Polonia, lo que siempre ha provocado dificultades para establecer su verdadera nacionalidad.
Era hijo único y bastardo, nacido de la unión fortuita entre un asaltante de caminos -de ojos bizcos y algo badulaque- condenado a morir en la horca y una oscura campesina judía, regordeta e inocente, que se desvivía por la sopa de cebollas y la contemplación de cometas fugitivos. Aquella noche se encontraba en el potrero absorta precisamente en vigilar el cosmos infinito cuando el asaltante de caminos le cayó encima como un pulpo hambriento.
Descubrí que Niedford asomó su cabeza a esta realidad la madrugada de un día de tormenta y apenas lanzó el primer berrido cayó un rayo que casi reduce a cenizas la casa de la partera. “Las coincidencias no existen y Niedford en verdad era un cometa errante que en aquel momento sobrevolaba los cielos de Europa” afirmaría más tarde una bruja de buena reputación. No hacía mucho que las disciplinadas tropas del imperio austrohúngaro habían asolado el territorio causando destrozos por doquier.
La madre del futuro genio murió, en medio de horribles retorcijones y votando una espuma verde por la boca, a escasos segundos de haber puesto al futuro héroe, sano y salvo, sobre el tablero de la vida.
A partir de entonces las huellas de Niedford desaparecen en el fango lujurioso de los tiempos para emerger, sin razón alguna, trece años más tarde en el mercado de Hamburgo, plaza inquietante, donde concedió aquella inolvidable simultánea a ciegas contra los quince matarifes más temidos del barrio y los derrotó a todos al mismo tiempo en la jugada número nueve.
Indagando aquí y allá descubrí que el ajedrecista, durante los años de infancia permaneció oculto en un monasterio de monjes protestantes, lo que resulta evidente puesto que es el único lugar sobre la tierra, donde pudo aprender la increíble cantidad de mañas que componen su disparatada personalidad.
En aquella atmósfera bíblica, de silencio angélico, recogimiento y culpa sin fin, aprendió los conceptos misteriosos del juego del ajedrez, conservados a través de siglos, como fetiche demoníaco en los libros secretos de Herman el abstruso, un monje loco al que los espías de la Santa Inquisición atraparon in fraganti cuando estudiaba los finales científicos de torre y peón en su celda del monasterio donde observaba un riguroso retiro. Sin perder un instante fue conducido ante el tribunal sagrado. Acusado de prácticas satánicas se le sometió a refinadas torturas que lo obligaron a confesar. Encontrado culpable murió en la hoguera. Por aquel tiempo los teólogos de la Iglesia ya sabían que ningún juego es inocente.
El monje Herman era loco, pero no imbécil y todas sus investigaciones ajedrecísticas y sus análisis exhaustivos los anotaba, con caligrafia pareja y menuda, en papiros que ocultaba tras una piedra suelta en uno de los muros de su celda y que tres siglos más tarde, dos legos aburridos, descubrieron por casualidad.
En el monasterio se estudiaba la culpa original y se practicaban las doctrinas de la Reforma, pero el Prior, astutamente, y pretextando rendirle un homenaje póstumo a Herman el abstruso, decidió incorporar la observancia del ajedrez a las disciplinas del lugar. También ayudaría a sobrellevar el tedio, pero en realidad lo hacía para combatir el culto cada vez más extendido a Onán.
Niedford no desperdició un solo segundo, pronto supó sacar ventajas sutiles en la apertura y disponer estratégicamente los caballos, mientras inspirado por los kyrieleison y los ora pronobis se iniciaba en el senda de los placeres solitarios. Pero luego descubrió que los alfiles eran para clavar, oportunamente, según las risueñas enseñanzas que le prodigaban las mozas de una aldea cercana. Adquirió pericia en infiltrar un peon aislado y hacerlo coronar, calculando los tiempos para alcanzar a satisfacer a cierta beatita que se desvivía por ver la cara de Dios. O golpear sin piedad durante el medio juego por arriba y dominar las diagonales de
fianchetto del enroque por abajo. Sacrificar sin asco las torres y/o entregar la dama cuando es necesario, para doblarse en una columna abierta e irrumpir victorioso en séptima, derrotando con un mate fulminante al soberano enemigo.
Se le considera inmenso conocedor de las estrategias y escaramusas del juego. Pero predomina -por encima de la destreza táctica- su innata maña para concluir cada partida con un mate inesperado e imparable, que en ocasiones ha provocado fulminantes paros cardíacos, enviando a más de un contendor al campo santo.
Niedford tenía doce años y se encontraba profundizando el dominio de los sistemas indios, la tarde en que los frates lo sorprendieron en el confesionario desvistiendo a una santa de yeso. El sacrilegio provocó enorme escándalo y revuelo entre los jóvenes seminaristas, y como es de suponer, el futuro campeón fue dura y ejemplarmente castigado.
Niedford se fugó del monasterio.
Desde Hamburgo seguí su pista errante por un intrincado laberinto de ciudades y pude constatar que durante un tiempo vivió de saltimbanqui, jugando simultáneas con la vista vendada, resolviendo todo tipo de problemas sin mirar la posición y aceptando desafíos cruzados, ayudándose apenas en el método gitano de la concentración y la videncia. Brindaba espectáculos inolvidables en los mercados. Así se ganaba el pan, haciendo gala de una humildad que jamás imaginarían los monjes que lo castigaron.
Aquí y por razones que se ignoran, durante un tiempo se confunde su rastro.
Según parece durante los años de la primera guerra mundial se refugió en Paris, donde jugaba al ajedrez en los jardines de Luxemburgo mientras escuchaba los cañonazos aterradores del temible Berta. Averigué que para capear el hambre convivió con una camarera del hotel Gay y Lussac y la embarazó de mellizos. También se comenta que en este período se hizo habitué del ludo y frecuentó prostíbulos. Sus enemigos afirman que solía visitar La Cave, un tugurio sospecho
so, metido en un subterráneo del Bulevar Saint Michell, donde en concomitancia con una muchacha de origén maorí, habría desplumado ilusos en partidas relámpago.
Los rumores sostienen que hizo el papel de verdugo en un circo, mientras sostenía intensas relaciones con una famosa sacerdotiza reencarnada, que habría oficiado de cafiche en Buenos Aires, que se retiró al desierto y luego pasó por Rusia donde le enseñó a mover las piezas a la húmeda y lujuriosa Katarina. Debo precisar que nunca se ha podido corroborar la veracidad de estas afirmaciones.
En cambio establecí con certeza que derrotó a los mejores ajedrecistas de su tiempo. De uno por uno. Y en grupos. Pero, obstinadamente, se nego a competir por el título mundial.
Al inescrutable Kreutzahler, lo hizo polvo en doce movidas, en San Petesburgo, mientras fumaba haschich y oía el colérico griterío de las multitudes que aquella noche se tomaban por primera vez el palacio de invierno.
Con el respetado dandy Santasiere trapeó el suelo en pocas, en un burdel de mala muerte en las afueras de Sarajevo, mientras una gorda enfurecida perseguía al príncipe Gustavo el Idiota para ir a tirarse juntos a las aguas cada vez más turbias de un Danubio contaminado por la peste.
Montado sobre un corcel blanco derrotó a O’Kelly el Astuto, en un encuentro jugado a través del canal de la Mancha, y memorable, ya que las movidas se transmitían por señales luminosas y se temía que la densa neblina irrumpiera en cualquier momento, lo que obligó a la Bestia Fría a finalizar la partida en once jugadas anunciando un mate imparable en nueve. Según parece jugó contra la princesa Margarita, y además le bajó las bragas y la condujó a un final inesperado, en uno de los saloncitos del castillo, hasta donde ella lo hizo pasar para que la iluminara con sus dotes de maestro.
Esa fue la primera vez que la Federación Internacional de Ajedrez recién consti
tuida le envió un telegrama: Mr. Niedford, stop. Complacería a la comunidad ajedrecística contar con su presencia en el próximo torneo mundial, stop. Rogamos confirmar asistencia, stop.
La Bestia Fría declinó la invitación.
Entre tanto siguió con una serie de éxitos.
A Soultanbeieff le dió mate en cinco, en Esch sur Alzatte, en un gambito misterioso que nunca más se ha vuelto a repetir. Derrotó para siempre a Marshall por correspondencia en una Indobenoni fulminante. A Rovner lo volvió loco al pronosticarle en la movida número tres un mate imparable concebido de manera tan astuta, que nadie ni nada podían detener. A Alekhine lo venció por telégrafo mientras viajaba a bordo del transatlántico Liberte con destino a Philadelfia donde, solo puso pie en tierra para ganarle en pocas a Bryant el Polaco que había ido a recibirlo al frente de un desfile cuidadosamente preparado con músicos negros y vedettes en short.
Jose Raúl Capablanca fue el que más movidas resistió. Jugaron en el tren nocturno a Chicago, escuchando por un aparato de radio la voz alterada de un locutor que iba entregando paso a paso los detalles inquietantes de una invasión de marcianos. Capablanca parsimonioso destapa cada cinco minutos su termo y se sirve ron puro en un tacita de café, mientras incrédulo observa a Niedford enchufarle, en apenas quince movidas -de un modo sobrenatural, con celadas casi maléficas- una partida que pasó a los anales del ajedrez como la variante del expreso nocturno. Y es la más larga jugada por la Bestia Fría, ya que a causa de sus triunfos fulminantes también se le conoce como el Gran Miniaturista.
Fue luego de este éxito y por causas nebulosas que Niedford aceptó participar en el torneo por el título del mundo y es también la época en que su nombre irrumpió como una catarata en los medios de comunicación y concedió la única entrevista que lo cubrió de fama y oprobio.
La Federación le impuso el requisito burocrático de participar en un par de torneos clasificatorios, -el primero en Berlin y el segundo en La Habana- que por supuesto se adjudicó imponiendo una depurada técnica basada en el dominio del detalle.
Cuando al fin llegó el momento de disputar el título máximo la Bestia Fría reunía méritos suficientes y tanto los entendidos como los aficionados apostaban que obtendría una victoria indiscutible.
Lo llamaron el Campeón del próximo torneo.
Faltaba fijar la fecha, el lugar ya estaba señalado, se llevaría a cabo en una remota ciudad sobre la que había estado nevando sin parar desde el día que los hombres aprendieron a contar. Pero entonces estalló la segunda guerra mundial y una vez más la culta Europa devinó teatro del infierno donde se enseñorearon sin remilgos la estulticia y el horror.
Tres años más tarde los infatigables funcionarios de la Gestapo, en el transcurso de labores rutinarias, desempolvando registros de nacimiento, un día dieron con la ficha que puso en evidencia su origen judío. Se emitió una orden de arresto y salieron en su busca para internarlo en el campo de Buchenwal. Niedford se encontraba jugando una Stonewall en un café del barrio latino. Los testigos afirman que antes de que lo sacaran arrastrando solicitó humildemente se le concedieran un breve segundo para vaticinar el mate imparable que su mente incesante había concebido. Los disciplinados agentes, fieles a sus órdenes, le negaron aquel mísero segundo y, a empujones y bofetadas, lo tironeaban por entremedio de las mesas. Estaban por alcanzar la puerta, cuando el Maestro alcanzó a gritar, ¡mate en tres! Era efectivo, según lo comprobaron minutos más tarde los asistentes a la partida.
Aquí se pierde el rastro de Niedford. Algunos sobrevivientes del holocausto cuentan que lo vieron en el campo de exterminio jugando partidas de memoria contra los grandes maestros internacionales de Alemania. Se cree que disfrazado de monje habría conseguido huir, para refugiarse en el ghetto de Varsovia donde se vio forzado a ingerir carne de rata y murió combatiendo. Pero también hay quienes aseguran que, cierta noche de invierno, una pulmonía fulminante le tendió la celada decisiva en la partida que desde el nacimiento venía jugando contra la muerte. En todo caso aquella fue una época convulsionada que puso en jaque a toda la civilización y no resulta extraño que nadie hoy conozca su verdadero final.
Las partidas que jugó son tan brillantes e inverosímiles que, según los expertos, probablemente, fueron inventadas por un grupo de graciosos. Y dudan de su existencia, al punto que todavía nadie osa siquiera citar su nombre en los textos de Ajedrez. La única partida que sobrevive, porque el conductor tuvo la amabilidad de anotarla, fue aquella donde se impuso sobre Capablanca en el nocturno de Chicago.
Una bruja famosa que lo conoció muy de cerca me reveló que Niedford no ha muerto, aun vive. En voz baja y deformada por la emoción me confidenció que muchos ajedrecistas se han estremecido al oir su risa jovial cada vez que alguien finaliza una partida de ajedrez con un luminoso e inesperado jaque mate.
La Celada Decisiva
“Capablanca podía descansar en un récord
que nadie había conseguido nunca
ni nadie igualará después. En diez años
había jugado noventa y nueve torneos y
¡perdido sólo un juego!”
Emanuel Lasker
Igel Niedford conquistó una inesperada y fugaz celebridad pública hacia fines de la década del veinte, por eso no debe extrañar que su nombre aparezca siempre ligado a aquella desprejuiciada y ambiciosa época, bautizada por la prensa como Años Locos. Corrían tiempos de jubilosa bonanza, el Financial Times aumentaba de edición cada semana trayendo en portada imágenes de la última novedad tecnológica, el primer vehículo que se movía solo: el automóvil. Y titulaba: 100 caballos tiran de un Ford. Las radioemisoras proclamaban -al ritmo del jazz- el fin de la oscuridad. Y mucha gente vivía convencida que la riqueza aguardaba a la vuelta de la esquina, era como el maná, un polvo mágico que caía de las estrellas. Hasta que llegó aquel fatídico viernes y el carnaval terminó abruptamente a los compases acongojados del charleston de la quiebra. Y todos vieron al fantasma de la incertidumbre alzarce en el horizonte. Poco después, el automóvil perdió su cacareada condición de joya exclusiva, cuando las fábricas de Detroit echaron a funcionar las cadenas de montaje y los pusieron en la calle como simples artefactos de uso cotidiano. El sueño de hacer fortuna fácil había concluído, y en diversos lugares las personas se despertaban con un nudo en las tripas, preguntándose cómo harían para sobrellevar la crisis que asolaba los más apartados rincones.
Millonarios arruinados tiñen de sangre el sucio pavimento de Wall street, informaban los noticiarios. Era la ocasión que esperaba Jack Fishman, un mediocre y ambicioso reportero gráfico al servicio de una prestigiosa cadena periodística, para poner en marcha un plan simple que, de un día a otro, consiguió ánimar y distraer al gran conglomerado cabizbajo. Investido de cierta audacia y de mucha impertinencia, sigilosamente, se infiltró, a la habitación del hotel donde se hospedaba el tímido y hasta entonces ignorado Igel Niedford, y sin pedir permiso capturó -a mansalva- su esquéletica imagen de lince en ayuno en una fotografía memorable que al domingo siguiente, fue servida en portada -a todos los hogares a la hora del desayuno- bajo un ambicioso titular: Nuevo portento surge en los remotos dominios del Juego-Ciencia. No cabe duda que esta maniobra artificial y artera de la prensa posibilitó que el nombre del genio penetrara con la fuerza de un ciclón en el tablero del interés ciudadano. Hoy debemos reconocer que fue desmedida. Jack Fishman postulaba la teoría de la aspirina; en tiempos hostiles los lectores agradecen aquellos temas insólitos que alivian aunque sea un instante el dolor y además evitan que se propage el descontento y la temida anarquía.
Contribuye a la fama de Niedford -no tanto la crisis- como su pasmoso récord:
No había perdido jamás una partida en toda su miserable existencia. Y había jugado muchas, acaso demasiadas. Con temible facilidad conseguía reducir a un estado calamitoso a grandes figuras del tablero, así como también a diversas personalidades destacadas en otras áreas de la actividad social: luminarias de la farándula, representantes de la nobleza y hasta eficientes y encumbrados burócratas que si bien poseían conocimientos rudimentarios sobre el desplazamiento de los alfiles, disponían en cambio de un poder inaúdito en otros ámbitos, puesto que cualquier decisión que adoptaran, por mínima que fuera, bastaba para dejar boquiabiertos por lo menos a la mitad de los habitantes del planeta.
Aquel domingo los diarios traían en primera plana una noticia difícil de aceptar: “Encerrado en una cabina de acero, atado de pies y manos, y haciendo salir su voz de pájaro peregrino por una diminuta ranura, Niedford derrota, frente a la corte en pleno, al Monarca del Imperio Británico, en partida jugada a beneficio de los niños huérfanos de Walles”.
Cautivados por las implicancias de este novedoso y original acontecimiento las personas olvidaban los duros reveses de la existencia. Esto sucedía en una época en que no existía televisión -aunque paresca inadmisible- Y los espacios de esparcimiento eran dominados por la radiotelefonía y las columnas especializadas de diarios y revistas que, rápidamente, cegadas por el súbito resplandor, no trepidaron en declarar que se estaba en presencia de un genio. No tan importante como un genio del fútbol, el box o el tenis. Pero un genio. Pronto lo comparaban con el sabio alemán que por aquella época, valiéndose de los eclipses solares, convulsionaba al mundo con la primicia de que la luz viaja en línea curva y se compone de partículas invisibles al ojo humano. Incluso hubo ciertos comentaristas que llegaron al extremo de aseverar que la inteligencia del ajedrecista, no sólo se equiparaba a la del astrofísico, sino que la superaba.
Niedford, de complexión exigua y algo disparatada, de golpe se vio asediado por una marea de creciente curiosidad. Un deseo -casi morboso- por conocer aspectos de su vida se había desatado. La espectación se convirtió en ansiedad la tarde en que una radioemisora interrumpió un programa de acertijos para entregar un comunicado de último minuto: Atención, Igel Niedford acaba de aceptar la invitación para disputar el Título Máximo, su talento es tan superior -agregó eufórico el locutor- que jugando con la vista vendada y una sola mano, puede vencer sin apuro al actual campeón mundial del movimiento de los trebejos.
Niedford no ha participado jamás en un torneo profesional, informaron los titulares. Era una especie de autodidacta, una suerte atrasada de alquimista medieval que se ganaba la vida enfrentando, en plazas y mercados, a oponentes entusiastas que gustosamente pagaban unas monedas a cambio de verlo efectuar sus provocativas exibiciones. Quedó claro que las derrotas que había propinado a grandes maestros internacionales correspondían más bien a desafíos fortuitos, en partidas jugadas por simple albur.
Pero la muchedumbre, sedienta de sabiduría, exigía más y mostraban una especial predilección por conocer detalles relacionados con aspectos cotidianos de tan estrambótico especimen: ¿Era como las personas normales? ¿Buscaba la felicidad? ¿Soñaba? ¿Le gustaba el yoghourt?. Lo solicitaban para consultarlo sobre diversos temas; ¿Qué opinaba de la crisis?, ¿Seríamos invadidos por la peste amarilla como afirmaban las Sagradas Escrituras? ¿Estaba la humanidad al borde del Juicio Final?. Muchos sentían la imperiosa necesidad de conocer su opinión: los individuos hacinados en las inmensas urbes disponen de un nutrido repertorio de inquietudes para plantear a un ser que -por destacar en una disciplina enigmática, basada en el análisis de lo invisible- de la noche a la mañana es reverenciado como gurú, gran padre, y hasta profeta de lo desconocido y porvenir.
Los periodistas que salieron en su búsqueda no lo pudieron encontrar.
La cacería acababa diluyéndose en un pantano de impedimentos absurdos. Por primera vez los encargados de archivos no sabían donde escarbar. Por un lado se desconocía su paradero y por otro, casi no existía ni una sola fotografía que permitiera conocer su aspecto físico y las descripciones conseguidas resultaban vagas e inverosímiles. En los centros de prensa los teléfonos no paraban de sonar, llovían referencias ambiguas y contradictorios y cada nuevo esfuerzo por dar con su esmirriada persona terminaba peor que los anteriores.
“Se fue a pescar tiburones blancos a las costas de Madagascar” declaró el administrador de un hotel en Marsella. Un médium -en estado de trance- lo vislumbró rumbo a Shangrila por la antigua Ruta de la seda. Corrió el rumor de que se había encerrado a comer ostras de vivero en los aposentos de una actriz australiana destinada a cubrirse de fama por su rol protagónico en Lo que el viento se llevó. Pero quienes mejor lo conocían afirmaron que se le podría encontrar vagando junto a una tribu de clochards bajo los puentes del Sena o comiendo aceitunas y paladeando coñac en los boliches árabes de la Rive Gauche. Y, como es de suponer, no faltaron los envidiosos y deslenguados que en los bares, con voz pastosa, comentaban que Niedford era un gitano infame, una criatura habitada por dudosas utopías, un monje demente y, para peor, fugado de las frías tierras del norte. “Es el último descendiente de una modesta y respetable familia de brujos y por sus venas en lugar de sangre normal corre licor de jenjibre” sentenció sin arrugarse un prestigioso vagabundo de la Rue Sebastopol.
Ahora se sabe que un reportero del Times lo sorprendió por azar una tarde en que acompañado de una célebre bailarina de tangos se embarcaba de incógnito al África para dedicarse unos meses a la cacería de felinos salvajes. A regañadientes Niedford aceptó responder las preguntas que le formularon y las respuestas que dio son tan descaradamente insulsas que, a partir de ese momento, se impuso la idea de que el genio del tablero era en esencia un cretino y no se diferenciaba para nada de un ganso envejecido.
Consultado sobre sus pasatiempos favoritos, el Maestro respondió: “Comer caramelos, jugar a la achita y cuarta con los chicos del barrio y treparme a la sucia azotea del destartalado edificio donde vivo para tenderme, de ombligo al sol, a contemplar el desfile de nubes en el cielo..” Era un extenso reportaje a tres columnas, que se iniciaba en portada y continuaba en páginas centrales y que el voraz público leyó incrédulo, terminando de defraudarse y el amargo aroma de la desilusión flotó en el ambiente.
Notable, recuerdo que pense. ¿Era pérfido o solamente necio? Y no pude evitar preguntarme si una mente tan brillante se ocuparía de minucias en apariencia baladíes o simplemente estaba mofándose del respetable público. Dispuesto a resolver el enigma decidí conocer un poco más sobre las circunstancias que rodeaban al único candidato a coronarse campeón indiscutido del juego-ciencia.
Probablemente en la infancia de este diestro jugador existía algo que explicaría su conducta incongruente. El gran público exige respuestas claras y precisas, sobretodo necesita entender, ya que en caso contrario el sistema pierde credibilidad, y se corre el riesgo de que, el orden dentro del cual creemos existir ceda terreno, y la casualidad o el azar tomen el control, y ahí te quiero ver. Recuas de periodistas, picaneados por jefes de redacción, se lanzaron como hienas hambrientas a escudriñar el pasado de la Bestia Fría, como dieron en llamarlo las revistas de aquel tiempo. Pero luego de hurgar minuciosamente, y de una serie de pesquizas que rayaban en la indecencia, apenas consiguieron sacar
en limpio una nueva y aún más descorazonadora interrogante: ¿Cómo era posible que no existiera ni un solo antecedente que se pudiera considerar genuino, en el pasado del hombre que heredaría un trono mundial?
Se divulgaron un puñado de fotografías insulsas donde se le podía ver comiendo una naranja, pedaleando en triciclo y escrutando con un telescopio el horizonte infinito. Durante varias semanas fue motivo de risa, de comentarios sarcásticos y por último, esa horda amorfa que constituye la opinión pública no tuvo alternativa y debió someterse refunfuñando al crudo veredicto y aceptar que los genios también pueden ser idiotas, lo que no tiene nada grave, porque a la hora de la verdad, si es que tal hora existe, carece de toda importancia.
No había ningún punto de contacto entre las motivaciones de Niedford y los asuntos que preocupaban a las grandes multitudes. La conclusión era inapelable. La cordura terminó por imponerse y los periódicos volvieron a ocuparse de los conflictos reales que padecían infinidad de personas corrientes; primero de las consecuencias de la crisis, luego de unas niñitas que habían conversado con la Virgen y finalmente de un señor que milagrosamente había logrado sobrevivir un mes en el vientre de un ballena. Al poco tiempo la imagen impresa de Niedford se usaba para envolver pescado fresco.
En aquellos días me desempeñaba como corresponsal de Chess Review y me encontraba en La Ciudad Luz estudiando las partidas del enigmático Morphy, bebiendo copas de whisky y contemplando las esbeltas piernas de las parisinas. Al enterarme del revuelo que había causado y ya estaba dejando de causar la Bestia Fría me apresuré a iniciar averiguaciones por mi propia cuenta.
Empecé por visitar, en su retiro, a un antiguo y desprestigiado Maestro Internacional que me aconsejó trasladarme a un pequeño pueblito del noreste alemán, donde a cambio de unos billetes averigué que Niedford, el hombre destinado a jugar la partida más breve de la historia del ajedrez, había sido conce-
bido a mansalva, una noche de luna menguante, en un pantanoso potrero de la región del Danzing, que entonces se encontraba en litigio con Polonia, lo que siempre ha provocado dificultades para establecer su verdadera nacionalidad.
Era hijo único y bastardo, nacido de la unión fortuita entre un asaltante de caminos -de ojos bizcos y algo badulaque- condenado a morir en la horca y una oscura campesina judía, regordeta e inocente, que se desvivía por la sopa de cebollas y la contemplación de cometas fugitivos. Aquella noche se encontraba en el potrero absorta precisamente en vigilar el cosmos infinito cuando el asaltante de caminos le cayó encima como un pulpo hambriento.
Descubrí que Niedford asomó su cabeza a esta realidad la madrugada de un día de tormenta y apenas lanzó el primer berrido cayó un rayo que casi reduce a cenizas la casa de la partera. “Las coincidencias no existen y Niedford en verdad era un cometa errante que en aquel momento sobrevolaba los cielos de Europa” afirmaría más tarde una bruja de buena reputación. No hacía mucho que las disciplinadas tropas del imperio austrohúngaro habían asolado el territorio causando destrozos por doquier.
La madre del futuro genio murió, en medio de horribles retorcijones y votando una espuma verde por la boca, a escasos segundos de haber puesto al futuro héroe, sano y salvo, sobre el tablero de la vida.
A partir de entonces las huellas de Niedford desaparecen en el fango lujurioso de los tiempos para emerger, sin razón alguna, trece años más tarde en el mercado de Hamburgo, plaza inquietante, donde concedió aquella inolvidable simultánea a ciegas contra los quince matarifes más temidos del barrio y los derrotó a todos al mismo tiempo en la jugada número nueve.
Indagando aquí y allá descubrí que el ajedrecista, durante los años de infancia permaneció oculto en un monasterio de monjes protestantes, lo que resulta evidente puesto que es el único lugar sobre la tierra, donde pudo aprender la increíble cantidad de mañas que componen su disparatada personalidad.
En aquella atmósfera bíblica, de silencio angélico, recogimiento y culpa sin fin, aprendió los conceptos misteriosos del juego del ajedrez, conservados a través de siglos, como fetiche demoníaco en los libros secretos de Herman el abstruso, un monje loco al que los espías de la Santa Inquisición atraparon in fraganti cuando estudiaba los finales científicos de torre y peón en su celda del monasterio donde observaba un riguroso retiro. Sin perder un instante fue conducido ante el tribunal sagrado. Acusado de prácticas satánicas se le sometió a refinadas torturas que lo obligaron a confesar. Encontrado culpable murió en la hoguera. Por aquel tiempo los teólogos de la Iglesia ya sabían que ningún juego es inocente.
El monje Herman era loco, pero no imbécil y todas sus investigaciones ajedrecísticas y sus análisis exhaustivos los anotaba, con caligrafia pareja y menuda, en papiros que ocultaba tras una piedra suelta en uno de los muros de su celda y que tres siglos más tarde, dos legos aburridos, descubrieron por casualidad.
En el monasterio se estudiaba la culpa original y se practicaban las doctrinas de la Reforma, pero el Prior, astutamente, y pretextando rendirle un homenaje póstumo a Herman el abstruso, decidió incorporar la observancia del ajedrez a las disciplinas del lugar. También ayudaría a sobrellevar el tedio, pero en realidad lo hacía para combatir el culto cada vez más extendido a Onán.
Niedford no desperdició un solo segundo, pronto supó sacar ventajas sutiles en la apertura y disponer estratégicamente los caballos, mientras inspirado por los kyrieleison y los ora pronobis se iniciaba en el senda de los placeres solitarios. Pero luego descubrió que los alfiles eran para clavar, oportunamente, según las risueñas enseñanzas que le prodigaban las mozas de una aldea cercana. Adquirió pericia en infiltrar un peon aislado y hacerlo coronar, calculando los tiempos para alcanzar a satisfacer a cierta beatita que se desvivía por ver la cara de Dios. O golpear sin piedad durante el medio juego por arriba y dominar las diagonales de
fianchetto del enroque por abajo. Sacrificar sin asco las torres y/o entregar la dama cuando es necesario, para doblarse en una columna abierta e irrumpir victorioso en séptima, derrotando con un mate fulminante al soberano enemigo.
Se le considera inmenso conocedor de las estrategias y escaramusas del juego. Pero predomina -por encima de la destreza táctica- su innata maña para concluir cada partida con un mate inesperado e imparable, que en ocasiones ha provocado fulminantes paros cardíacos, enviando a más de un contendor al campo santo.
Niedford tenía doce años y se encontraba profundizando el dominio de los sistemas indios, la tarde en que los frates lo sorprendieron en el confesionario desvistiendo a una santa de yeso. El sacrilegio provocó enorme escándalo y revuelo entre los jóvenes seminaristas, y como es de suponer, el futuro campeón fue dura y ejemplarmente castigado.
Niedford se fugó del monasterio.
Desde Hamburgo seguí su pista errante por un intrincado laberinto de ciudades y pude constatar que durante un tiempo vivió de saltimbanqui, jugando simultáneas con la vista vendada, resolviendo todo tipo de problemas sin mirar la posición y aceptando desafíos cruzados, ayudándose apenas en el método gitano de la concentración y la videncia. Brindaba espectáculos inolvidables en los mercados. Así se ganaba el pan, haciendo gala de una humildad que jamás imaginarían los monjes que lo castigaron.
Aquí y por razones que se ignoran, durante un tiempo se confunde su rastro.
Según parece durante los años de la primera guerra mundial se refugió en Paris, donde jugaba al ajedrez en los jardines de Luxemburgo mientras escuchaba los cañonazos aterradores del temible Berta. Averigué que para capear el hambre convivió con una camarera del hotel Gay y Lussac y la embarazó de mellizos. También se comenta que en este período se hizo habitué del ludo y frecuentó prostíbulos. Sus enemigos afirman que solía visitar La Cave, un tugurio sospecho
so, metido en un subterráneo del Bulevar Saint Michell, donde en concomitancia con una muchacha de origén maorí, habría desplumado ilusos en partidas relámpago.
Los rumores sostienen que hizo el papel de verdugo en un circo, mientras sostenía intensas relaciones con una famosa sacerdotiza reencarnada, que habría oficiado de cafiche en Buenos Aires, que se retiró al desierto y luego pasó por Rusia donde le enseñó a mover las piezas a la húmeda y lujuriosa Katarina. Debo precisar que nunca se ha podido corroborar la veracidad de estas afirmaciones.
En cambio establecí con certeza que derrotó a los mejores ajedrecistas de su tiempo. De uno por uno. Y en grupos. Pero, obstinadamente, se nego a competir por el título mundial.
Al inescrutable Kreutzahler, lo hizo polvo en doce movidas, en San Petesburgo, mientras fumaba haschich y oía el colérico griterío de las multitudes que aquella noche se tomaban por primera vez el palacio de invierno.
Con el respetado dandy Santasiere trapeó el suelo en pocas, en un burdel de mala muerte en las afueras de Sarajevo, mientras una gorda enfurecida perseguía al príncipe Gustavo el Idiota para ir a tirarse juntos a las aguas cada vez más turbias de un Danubio contaminado por la peste.
Montado sobre un corcel blanco derrotó a O’Kelly el Astuto, en un encuentro jugado a través del canal de la Mancha, y memorable, ya que las movidas se transmitían por señales luminosas y se temía que la densa neblina irrumpiera en cualquier momento, lo que obligó a la Bestia Fría a finalizar la partida en once jugadas anunciando un mate imparable en nueve. Según parece jugó contra la princesa Margarita, y además le bajó las bragas y la condujó a un final inesperado, en uno de los saloncitos del castillo, hasta donde ella lo hizo pasar para que la iluminara con sus dotes de maestro.
Esa fue la primera vez que la Federación Internacional de Ajedrez recién consti
tuida le envió un telegrama: Mr. Niedford, stop. Complacería a la comunidad ajedrecística contar con su presencia en el próximo torneo mundial, stop. Rogamos confirmar asistencia, stop.
La Bestia Fría declinó la invitación.
Entre tanto siguió con una serie de éxitos.
A Soultanbeieff le dió mate en cinco, en Esch sur Alzatte, en un gambito misterioso que nunca más se ha vuelto a repetir. Derrotó para siempre a Marshall por correspondencia en una Indobenoni fulminante. A Rovner lo volvió loco al pronosticarle en la movida número tres un mate imparable concebido de manera tan astuta, que nadie ni nada podían detener. A Alekhine lo venció por telégrafo mientras viajaba a bordo del transatlántico Liberte con destino a Philadelfia donde, solo puso pie en tierra para ganarle en pocas a Bryant el Polaco que había ido a recibirlo al frente de un desfile cuidadosamente preparado con músicos negros y vedettes en short.
Jose Raúl Capablanca fue el que más movidas resistió. Jugaron en el tren nocturno a Chicago, escuchando por un aparato de radio la voz alterada de un locutor que iba entregando paso a paso los detalles inquietantes de una invasión de marcianos. Capablanca parsimonioso destapa cada cinco minutos su termo y se sirve ron puro en un tacita de café, mientras incrédulo observa a Niedford enchufarle, en apenas quince movidas -de un modo sobrenatural, con celadas casi maléficas- una partida que pasó a los anales del ajedrez como la variante del expreso nocturno. Y es la más larga jugada por la Bestia Fría, ya que a causa de sus triunfos fulminantes también se le conoce como el Gran Miniaturista.
Fue luego de este éxito y por causas nebulosas que Niedford aceptó participar en el torneo por el título del mundo y es también la época en que su nombre irrumpió como una catarata en los medios de comunicación y concedió la única entrevista que lo cubrió de fama y oprobio.
La Federación le impuso el requisito burocrático de participar en un par de torneos clasificatorios, -el primero en Berlin y el segundo en La Habana- que por supuesto se adjudicó imponiendo una depurada técnica basada en el dominio del detalle.
Cuando al fin llegó el momento de disputar el título máximo la Bestia Fría reunía méritos suficientes y tanto los entendidos como los aficionados apostaban que obtendría una victoria indiscutible.
Lo llamaron el Campeón del próximo torneo.
Faltaba fijar la fecha, el lugar ya estaba señalado, se llevaría a cabo en una remota ciudad sobre la que había estado nevando sin parar desde el día que los hombres aprendieron a contar. Pero entonces estalló la segunda guerra mundial y una vez más la culta Europa devinó teatro del infierno donde se enseñorearon sin remilgos la estulticia y el horror.
Tres años más tarde los infatigables funcionarios de la Gestapo, en el transcurso de labores rutinarias, desempolvando registros de nacimiento, un día dieron con la ficha que puso en evidencia su origen judío. Se emitió una orden de arresto y salieron en su busca para internarlo en el campo de Buchenwal. Niedford se encontraba jugando una Stonewall en un café del barrio latino. Los testigos afirman que antes de que lo sacaran arrastrando solicitó humildemente se le concedieran un breve segundo para vaticinar el mate imparable que su mente incesante había concebido. Los disciplinados agentes, fieles a sus órdenes, le negaron aquel mísero segundo y, a empujones y bofetadas, lo tironeaban por entremedio de las mesas. Estaban por alcanzar la puerta, cuando el Maestro alcanzó a gritar, ¡mate en tres! Era efectivo, según lo comprobaron minutos más tarde los asistentes a la partida.
Aquí se pierde el rastro de Niedford. Algunos sobrevivientes del holocausto cuentan que lo vieron en el campo de exterminio jugando partidas de memoria contra los grandes maestros internacionales de Alemania. Se cree que disfrazado de monje habría conseguido huir, para refugiarse en el ghetto de Varsovia donde se vio forzado a ingerir carne de rata y murió combatiendo. Pero también hay quienes aseguran que, cierta noche de invierno, una pulmonía fulminante le tendió la celada decisiva en la partida que desde el nacimiento venía jugando contra la muerte. En todo caso aquella fue una época convulsionada que puso en jaque a toda la civilización y no resulta extraño que nadie hoy conozca su verdadero final.
Las partidas que jugó son tan brillantes e inverosímiles que, según los expertos, probablemente, fueron inventadas por un grupo de graciosos. Y dudan de su existencia, al punto que todavía nadie osa siquiera citar su nombre en los textos de Ajedrez. La única partida que sobrevive, porque el conductor tuvo la amabilidad de anotarla, fue aquella donde se impuso sobre Capablanca en el nocturno de Chicago.
Una bruja famosa que lo conoció muy de cerca me reveló que Niedford no ha muerto, aun vive. En voz baja y deformada por la emoción me confidenció que muchos ajedrecistas se han estremecido al oir su risa jovial cada vez que alguien finaliza una partida de ajedrez con un luminoso e inesperado jaque mate.
1 comentario:
Agradable relato, fluido, bastante mejor que muchos que figuran en Internet o incluso en algunas compilaciones de cuentos.
Gracias por la contribución.
Publicar un comentario